Caballos legendarios

Su nombre era Tormenta

Altaïr
Amira
Tormenta
Zaldia
Bucéfalo

Contenidos

Prólogo

Prólogo

Mi general, ¿he fracasado en la misión que me confió?

Cabalgué incansablemente hacia el sur a través de estas tierras. El salvoconducto no me sirvió con las tribus bárbaras que encontré; hablaban un lenguaje incomprensible y demostraron ser hostiles. En varias ocasiones tuve que usar la espada para abrirme camino y, por ello, a partir de entonces evité el contacto humano. Luego las montañas, los valles y las llanuras dieron paso a una vasta extensión de agua salada.

No tuve más remedio que ir hacia el oeste, bordeando la costa, con la esperanza de hallar la manera de cruzar este mar y proseguir mi camino hacia el sur. Así llegué a un puerto donde había varios barcos mercantes atracados. Por señas, y gracias a algunas de las monedas de oro que usted me confió, logré que el capitán de uno de los buques me dejara embarcar, pero sin el caballo. Muy a mi pesar, lo dejé libre. Cuando empezaba a disfrutar de las olas, muchas millas mar adentro, una galera nos atacó.

Prólogo

Los piratas, tan feroces como astutos, se nos abarloaron y comenzaron a abordarnos. Luché con bravura junto a la tripulación, pero pronto me di cuenta de que los asaltantes llevaban las de ganar y me decanté por apostar. Me rajé el muslo, introduje en la herida abierta el objeto que me dió y vendé mi pierna con un jirón de la vela mayor. Los piratas asesinaron a todos aquellos cuyas heridas eran demasiado graves, saquearon el cargamento del buque y lo hundieron en las profundidades del océano. Los supervivientes fuimos encadenados a los remos, bajo el yugo de un látigo implacable; así comenzaron mis andaduras como galeote.

Este mar fue escenario de una sucesión de batallas entre bárbaros, cada una más sanguinaria que la anterior. Sobreviví como mercancía humana, fuerza bruta capaz de remar sin gemir ni suplicar. Huir era imposible. La herida de mi muslo cicatrizó inusualmente rápido; nadie podía adivinar lo que ocultaba.

Así pasé meses y años de esclavitud, del mar a la tierra y de la tierra al mar, descubriendo la inmensidad y la diversidad del

Prólogo

mundo que Alejandro quería dominar. Fui esclavo hasta que una tormenta hizo zozobrar el buque de mi último dueño. Entonces, me dejé arrastrar por las aguas junto con los restos de la embarcación hasta una tierra desconocida. Me deshice de la cadena que seguía unida a mis tobillos a base de golpearla contra las rocas y, por fin solo y libre, me alejé de este mar cuyas olas contenían más sudor y sangre que los campos de batalla que crucé con vos, mi general, por la gloria de Alejandro Magno. ¿Qué fue de vos después de la derrota del Hidaspes? ¿Qué fue de nuestro Rey, a quien vi caer y luego ser evacuado en camilla del campo de batalla por orden suya?

Recuerdo a este joven rey extravagante, intrigante e invencible, montado en su fabuloso semental Bucéfalo, por quien cada uno de sus hombres habría dado la vida sin dudarlo. ¿Por qué su deseo inflexible de conquistar el mundo tuvo que llevarlo, llevarnos a todos, a la injusticia, desmesura y locura de estas masacres? Llegamos a la batalla final contra los indios con el miedo y la angustia en las entrañas. Luchamos únicamente porque fue vos, Tolomeo, quien nos lo pidió. Los hombres no eran ya capaces de creer en

Prólogo

nadie más. Sin embargo, éramos conscientes de que, para la mayoría de nosotros, sería nuestra última batalla…

Tras llegar a estas costas del fin del mundo, rodeado por nada más que olas hasta la puesta de sol, renuncié a continuar buscando un camino hacia el sur y opté por seguir tierra adentro. Un día, cuando el cansancio de la soledad y la fiebre superaron a mis fuerzas, una mujer bárbara, rodeada de varios niños enclenques, me acogió y me dio de comer. Aprendí su idioma, trabajé a su lado para cultivar las tierras y alegré sus platos con mis artes de caza. Hasta el día en que un oso montañés al que importuné durante una cacería me hirió de muerte antes de que pudiera siquiera darme cuenta.

Siento que mi vida se desvanece mientras trato de regresar, arrastrándome a gatas, a la morada de mi compañera. No llegaré a ver el rostro de mi futuro hijo, que crece en su vientre. No tendré tiempo de contarle la historia del objeto oculto en mi muslo. Lo enterrarán junto con mi cadáver en esta tierra extranjera, que podría haber sido mía algún día. General Tolomeo, he llevado el objeto que vos me

Prólogo

confió lo más lejos que he podido. Aunque no he sido capaz de transportarlo hasta los confines del sur, ha permanecido oculto durante todos estos años y así seguirá.

General, voy a morir sin conocer la respuesta a mi pregunta. ¿He fracasado en mi misión?

Soldado Efcharisto, aprox. 310 a. C.

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Capítulo 1

Nació prematuramente una noche durante una violenta tormenta. Mientras mi abuelo Ramundo trataba de evitar que la yegua muriera desangrada, yo frotaba a la potranca con paja para eliminar los restos del saco amniótico y hacerla entrar en calor. Era muy pequeña y apenas se movía. Sin saber por qué, empecé a soplarle en el hocico con todas mis fuerzas, como si a la tierna edad de cinco años pudiera de alguna manera infundirle la voluntad de respirar. Continué restregando su pecho, animándola, insuflando sus fosas nasales, a pesar de que mi abuelo me suplicaba que dejara de atormentar al pobre animal, lo cual me hizo romper a llorar. La abracé con fuerza mientras la acunaba, rogándole que despertara. Noté la mano de mi abuelo sobre mi hombro, indicándome que la dejara en paz. Y en ese momento sonó un trueno ensordecedor. Sentí un ardor intenso en el pecho y la potranca inerte saltó a mis brazos. La solté, incapaz de creer el milagro que se estaba produciendo, y entonces las patas de la potranca, impulsadas por un instinto de supervivencia ancestral, comenzaron a moverse como a cámara lenta. En su pecho resonaban los latidos caóticos de su corazón al tiempo que ella trataba de alzar la cabeza.

Capítulo 1

—¡Maldito! —gritó mi abuelo, incrédulo—. Pablo, la has salvado. ¡Mira, está intentando ponerse de pie!

Con los ojos empañados de lágrimas, ahora de alegría, contemplé ese momento maravilloso en que un caballo recién nacido logra sostenerse por primera vez y dar sus primeros pasos antes de caer rendido por el cansancio, para luego volver a intentarlo, tambaleándose torpemente sobre las patas, aturdido, buscando ya la teta de su madre.

—Sigue dándole calor —exclamó mi abuelo—. Voy a buscar un poco de leche y una manta.

Ella vino hacia mí y trató de chuparme los dedos, las orejas y la nariz mientras yo la masajeaba vigorosamente. Cuando mi abuelo regresó al establo, empapado por la lluvia, la potranca se había quedado dormida en mi regazo. Mi abuelo me dio un biberón y puso una manta sobre mis hombros, como si fuera una capa, que nos cubría y protegía a los dos. Fue la primera vez que vi al abuelo Ramundo mostrar su lado más tierno. La potranca se estremeció de sueño y su

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boca mamó en vano antes de encontrar la teta de la madre y beber a grandes tragos. Mi abuelo, negando con la cabeza, murmuró:

—Valiente pequeña. ¿Cómo piensas llamarla?

—Tormenta.

La noche en que nació Tormenta sigue siendo mi recuerdo más emotivo. Crecimos juntos, descubriéndonos y reconfortándonos mutuamente. Ella pronto adquirió tamaño y fuerza, y se convirtió en una potranca graciosa de capa isabela luminosa, crin chocolate y medias blancas. Los días de mucho calor chapoteábamos juntos en mi piscina hinchable; en primavera jugábamos al escondite entre los matorrales… ¡Incluso le enseñé a jugar al fútbol! Si mi abuela no hubiera sido tan inflexible al respecto —«Verdammt, wir sind keine Tiere» (¡No somos animales!)— habría dormido todas las noches en el establo con mi yegua. La primera tragedia llegó cuando me dijeron que tenía que ir a la escuela; en Argentina, la escuela es obligatoria de los 6 a los 14 años. Para consolarme, me autorizaron a ir a la escuela cercana a caballo, como los hijos de los trabajadores de la

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estancia, y «aparcábamos» los caballos en un prado adyacente. La siguiente tragedia se produjo a los 14 años, cuando comencé los cinco cursos de escuela secundaria que preceden al Bachillerato en la ciudad de Santa Rosa; ya no podía ir a caballo, sino que tenía que tomar el autobús. Pero lo más duro fue marcharme a la universidad, a Buenos Aires.

Por supuesto, estaba loco por alzar el vuelo y disfrutar de cierta independencia en la residencia de estudiantes de la capital, pero alejarme de mi Tormenta me partía el alma. Solamente la vería durante las vacaciones escolares, después de cada semestre universitario. El abuelo Ramundo habló conmigo el día antes de marcharme a Buenos Aires. Sé que estaba increíblemente triste de que abandonara la estancia, donde el futuro de los orgullosos gauchos de antaño no es ahora distinto del de los paesanos, los campesinos pobres. Sin embargo, se limitó a decirme lo orgulloso que estaba de que fuera a la universidad y señaló la pieza de metal que reposaba sobre mi pecho, herencia de nuestro antepasado Esteban, colgada de un cordón de piel, que llevaba al cuello desde mi más tierna infancia:

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—Siempre ha traído la suerte a la familia. Llévalo siempre contigo y sé fuerte. Y no te pierdas en la capital. ¡Adiós!

Ahora que sé de dónde proviene esta maldita pieza de metal, entiendo por qué nunca me ha dado buena suerte…

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Capítulo 2

«Los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas, y los argentinos… de los barcos». Octavio Paz, poeta, ensayista y diplomático mexicano (1914-1998)

En 1877, el destino se ensañó con mi antepasado Esteban Ruiz Escobar Mendoza: su joven esposa murió en el parto, llevándose a su primogénito con ella; una epidemia de fiebre aftosa diezmó sus rebaños; un incendio forestal arrasó sus campos y su granja. No tenía nada aparte de esta pieza de metal grabada con símbolos indescifrables que pertenecía a la familia desde tiempos inmemoriales y fue milagrosamente hallada intacta entre las cenizas de la granja. Solo y arruinado, Esteban decidió dejar su España natal y partir hacia el Nuevo Mundo, decidido a empezar una nueva vida y hacer fortuna. Llegó a Buenos Aires (Argentina) en 1878.

Esteban era un trabajador incansable y logró reunir dinero suficiente para comprar unas tierras y algunas cabezas de ganado. En las vastas y monótonas llanuras de la Pampa, nombre de la tribu indígena que ocupaba el territorio antiguamente, eligió una

Capítulo 2

parcela entre el río Salado y el río Colorado. Construyó su estancia sobre estas tierras fértiles, donde el pasto era abundante y nutritivo, y podía criar caballos y ganado con facilidad. Pronto le hizo falta ayuda para cuidar de los rebaños, así que contrató a unos cuantos gauchos, guardianes a caballo. «Gaucho» significa vagabundo en la lengua indígena quechua; básicamente eran mestizos —medio indios, medio españoles—, rechazados por la sociedad. A lomos de los caballos criollos, una valiente raza argentina, demostraron ser tan taciturnos como trabajadores. Un día, mientras atravesaba las tierras, Esteban se encontró con un gaucho que hacía la colada en el río. Se sorprendió al descubrir que era en realidad una joven mujer, que vivía oculta entre estos hombres rudos e independientes. Fue amor a primera vista; Esteban desposó a esta fuerte y misteriosa mestiza sin nombre. Ella le dio muchos hijos, a los que mimó a su manera, pero dicen que prefería cabalgar en solitario por la Pampa.

Cuando miro su foto descolorida colgada sobre la chimenea, con las piernas enfundadas en guardamontes que parecen alas de mariposa hechas de piel para proteger las

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piernas de los arañazos, veo un rostro severo y distante. No me habría atrevido a batirme en duelo con él. Mi abuelo, Ramundo Ruiz Escobar Mendoza, decía que yo había heredado su mal carácter. Pero el hombre al que llaman «El Zorro» y que administra con mano de hierro la estancia legada por nuestros antepasados, también tiene algo de culpa de mi «mal carácter». Imagino que ha depositado en mí la esperanza de ver a su propio hijo seguir sus pasos y administrar la estancia. Y es una gran presión…

Mi querido abuelo se casó con Helga Siegfried, hija de inmigrantes alemanes, tras quedar prendido de su cabello rubio aniñado y sus ojos de color añil (que yo heredé). Tuvieron un único hijo, César Ruiz Escobar Mendoza, mi padre, que pronto abandonó el establo para convertirse en bailarín de tango profesional. Ah, la melancolía universal de esta danza de cuerpos y almas febriles… Se casó con mi madre, otra bailarina increíble, llamada Mafalda. Y a mí me pusieron Pablo, en honor al pintor Pablo Picasso, que mi madre adoraba. Pero la fiebre del tango se apoderó de ellos y decidieron llevar su espectáculo de gira por todo el mundo, por lo que confiaron mi educación a mis abuelos Ramundo y Helga.

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En resumen, si soy un solitario misterioso y tengo mal carácter, es sobre todo cosa de familia. Pero cuando galopo a lomos de Tormenta, a toda velocidad a través de la extensa Pampa, soy alguien totalmente distinto. Es tal mi sonrisa de felicidad y plenitud que las moscas podrían quedárseme pegadas a los dientes.

Tengo que dejar de pensar en cuándo volveré a ver a mi yegua y apresurarme hacia la sala de conferencias. Hoy nos visita un científico venido nada menos que de Mongolia, la otra punta del mundo. Se trata del profesor Temudjin, quien, junto con sus alumnos de la Universidad de Ulan Bator, ha desarrollado un robot que busca personas desaparecidas en condiciones climáticas extremas. Dicen que este proyecto está inspirado en una historia real, en algo que le ocurrió a uno de sus alumnos en las montañas heladas del monte Altái…

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Capítulo 3

En mi 10º aniversario recibí un regalo por correo desde Shanghái. Era de mis padres, esos eternos ausentes, que estaban de gira por China en ese momento. Me mandaron un avión de hélice teledirigido, conectado por un largo cable a una especie de antigua Game Boy. Emocionado, di vueltas por toda la casa haciendo volar el avión e imitando el sonido de un ruidoso motor hasta que mi abuela me echó fuera con un imperioso «¡Raus!». Este juguete era una invitación a un viaje extraordinario. Me imaginaba orgulloso y libre a bordo de mi avión, al principio para unirme a mis padres en el otro lado del mundo cada vez que quisiera, y luego para dejar Argentina en busca de tierras desconocidas. Era un héroe, un aventurero al rescate, dispuesto a lanzar tanto provisiones a los países pobres como bombas a los archienemigos, según el escenario del día. Me convertía en Antoine de Saint Exupéry, que repartía correo por todo el mundo contra viento y marea para Aéropostale, o en Charles Lindbergh, primera persona en cruzar el Atlántico en solitario. Piloto incansable e invencible, acabé por aterrizar… en las ramas del jacarandá centenario plantado por mis antepasados en la

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entrada de la estancia. Sus flamantes flores azules parecían formar un techo reluciente sobre mí. Yo me preguntaba cómo elevarme hacia el cielo lo suficiente para recuperar mi avión. Obviamente probé a tirar del cable como un loco, pero no conseguí más que arrancarlo. El plan B era trepar, pero me hacía falta una escalera para llegar a las primeras ramas. Así que opté por una estrategia diferente.

Silbé con fuerza y mi fiel Tormenta, que estaba pastando tranquilamente a unos cientos de metros, enderezó las orejas al oír mi llamada. Relinchó alegremente y vino al galope hacia mí. Me empujó el cuello con la punta del hocico, me mordisqueó el cabello y comenzó a hacer cabriolas a mi lado, preparada para jugar. Era difícil hacerle entender que solo quería usarla de taburete, pero al fin logré calmarla y conseguí que se quedara quieta bajo las ramas del jacarandá. Me puse de pie sobre su lomo, estiré los brazos todo lo que pude, me agarré a una rama y me icé como si fuera un mono. Tuve que trepar un poco para llegar al avión, pero tras unas cuantas maniobras que desplumaron bastante el jacarandá, me las arreglé para liberar el avión. Grité en señal

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de victoria y, justo entonces, mi pie resbaló. Caí al suelo, rebotando cual fruta madura, y me estrellé contra el suelo entre una nube de pétalos azules. Resultado final: un avión más y dos tibias menos. Afortunadamente para mí, ya que estaba demasiado aturdido para pedir ayuda, Tormenta relinchó como un trueno y alertó a los trabajadores de la estancia.

Las semanas de convalecencia fueron determinantes para mis decisiones futuras. Evidentemente, no podía montar a caballo ni ir a la escuela, pero intenté por todos los medios reparar mi maltrecho avión. Con los restos de otros juguetes electrónicos que me trajeron mis compasivos compañeros de clase, algunas herramientas que tomé prestadas del trabajador que me recogió bajo el jacarandá y los consejos de varios apasionados de las maquetas, la electrónica y el radiocontrol que hallé en los foros de internet, conseguí rehacer por completo mi avión teledirigido, esta vez sin cable de enlace. En los años previos al Bachillerato, cuando el mal tiempo me impedía retozar en la Pampa con mi Tormenta, me entretenía perfeccionando el avión: materiales más ligeros y sólidos, autonomía de vuelo, rango

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de alcance del mando a distancia… Incluso le instalé una cámara portátil y logré hallar la manera de dirigir el avión desde mi PC. En el último curso de secundaria, el profesor de ciencias convenció a mi abuelo de que me matriculara en la Universidad de Buenos Aires. Me dijo que una mente tan curiosa y aguda como la mía no podía hacer más que prosperar con el descubrimiento de las nuevas tecnologías… ¡y que también podría miniaturizar mi tanque volador!

Así que por eso estudio ahora nanotecnología y me apasionan los drones, ya vuelen, repten o rueden. Me muero por descubrir el robot que han creado los universitarios de la lejana Mongolia…

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Capítulo 4

Creo que el «Drobot», el dron-robot creado por los alumnos del profesor Temudjin, ¡es una invención genial! Su diseño, a medio camino entre una oruga mutante y una cucaracha voladora, aunque es algo feo a primera vista, le permite funcionar en cualquier condición geográfica y meteorológica. Este cacharro podría ganar la medalla de oro en el decatlón; puede volar, saltar, reptar, correr, nadar, esquiar, lanzar garfios, escalar paredes lisas y escapar de cualquier situación catastrófica. Además, es «inteligente»; se adapta a las condiciones de la zona y es capaz de operar sobre el terreno de forma autónoma o en respuesta a las órdenes de un operador remoto.

—Es como el robot de Luke Skywalker en La Guerra de las Galaxias, ¡pero en feo! —se carcajea mi amigo Tiago con su estruendosa voz, mientras me da una palmadita en la espalda.

Siempre tiene que avergonzarme con sus interrupciones idiotas. Pero el profesor Temudjin no se deja intimidar y espera a que cesen las risas. Luego responde:

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—¿Cuál, R2-D2 o C-3PO? En cualquier caso, sea lo feo que sea, espero que nuestro «Drobot» será tan útil para la humanidad como lo fueron los robots para Luke Skywalker.

El profesor prosigue sus explicaciones. El Drobot viene equipado con numerosos sensores, GPS, sonar, giroscopios, etc. Una CPU procesa toda la información recopilada y le permite adaptarse en consecuencia. Por ejemplo, puede reaccionar a una ráfaga de viento o a una corriente marina y regular su trayectoria. También puede tomar muestras de material, filmarlas, escanearlas, iluminarlas y registrarlas. En fin, este robot es capaz de llevar a cabo a distancia las tareas que normalmente un equipo de científicos experimentados y superequipados tendría que efectuar sobre el terreno. Y todo sin utilizar un PC. ¡Es suficiente con un vulgar teléfono inteligente! A continuación, el profesor Temudjin presenta un cortometraje en la gran pantalla de la sala de conferencias, que muestra cómo puede usarse el robot en zonas peligrosas para los humanos, por ejemplo, para analizar la toxicidad de una capa freática contaminada o inspeccionar una planta

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nuclear dañada como la de Fukushima. También puede transmitir información de gran valor a los equipos de rescate en caso de incendios forestales o graves catástrofes naturales, como ciclones y huracanes. Sus aplicaciones civiles son increíbles. Pero lo que nos impresiona especialmente es la parte de la película donde el robot logra detectar la ubicación de varias personas sepultadas por una avalancha, acelerando así su rescate y mejorando considerablemente su pronóstico vital.

—Observen cómo este Drobot difiere de los drones militares destinados a la guerra quirúrgica, donde se dispara a los blancos a distancia sin poner en riesgo la vida de un solo atacante.

Tiago, pacifista y antimilitar convencido, se pone en pie e inicia uno de sus discursos favoritos.

—¡Es una vergüenza! Los llamados «ataques quirúrgicos» causan daños colaterales inaceptables. Se matan o hieren civiles inocentes y…

—Por descontado, joven —le interrumpe el profesor, mientras hace volar el Drobot a través de

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la sala de conferencias hasta situarlo frente a Tiago para transmitir su primer plano a la gran pantalla—. Por eso he recomendado a mis alumnos que registren la patente y así eviten que esta invención se utilice para fines violentos, pero ahora permítame abordar el punto principal de esta charla —prosigue, al tiempo que hace regresar el Drobot a su escritorio con un simple toque en la pantalla del teléfono—. Dado que su formación universitaria se centra en ello, me gustaría explicar la inestimable contribución de la nanotecnología y cómo podemos aprovecharla para lograr que el robot sea aún más eficaz…

Tiago, hipnotizado por la asertividad de este pequeño gran hombre, se sienta sin pronunciar palabra.

Cuando finaliza su fascinante intervención, los estudiantes aplauden al profesor y luego van abandonando lentamente la sala de conferencias, mientras intercambian comentarios de elogio. Yo, sin embargo, decido acercarme al profesor para expresarle mi admiración y preguntarle si le gustaría echar un vistazo a mi creación, mi «Dravión». El profesor Temudjin, atareado en recoger sus cosas, alza la

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vista y sonríe. Luego, como un dique desbordado, me apresuro a contarle toda la historia de mi avión. Al cabo de un rato, noto que ha dejado de escucharme. Tiene la mirada fija en mi pecho. Luego me mira de nuevo a la cara, con estupefacción. Otros estudiantes tratan de hablar con él, pero el profesor Temudjin los ignora. Tan solo rebusca frenéticamente en el bolsillo interior de su chaqueta hasta que encuentra un lápiz y un pequeño cuaderno maltrecho y me los cede.

—Anote su nombre y su número de teléfono y envíe sus planos y fotos por correo electrónico a la Universidad de Ulan Bator.

Luego saca su teléfono de otro bolsillo y me pregunta:

—¿Puedo hacerle una foto para acordarme de usted? Conozco a mucha gente, me resulta difícil recordar tantas caras…

Asiento con la cabeza, desconcertado. El profesor me indica que me acerque, me coloca el cuello de la camisa y toma varias fotos. Me muero de vergüenza, especialmente cuando Tiago y otros estudiantes empiezan a abuchearme:

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—¡Vaya! ¿El Sr. Pablo va a hacer un casting?

En ese momento, el jefe de estudios dispersa a la multitud y recuerda al profesor Temudjin que debe darse prisa si no quiere perder el avión. El profesor asiente, se guarda el teléfono, el cuaderno y el lápiz de nuevo en el bolsillo, toma el maletín y, justo antes de salir, me susurra al oído:

—Pronto alguien le contactará de parte mía. Lo siento, me habría gustado hablar más con usted. Puede confiar plenamente en esa persona.

—¡Dese prisa! —grita el jefe de estudios con impaciencia. —Ya sabe cómo está el tráfico en Buenos Aires…

Tiago me agarra por el brazo y me arrastra entre la gente, pavoneándose y cacareando con su voz de timbre agudo:

—¡Vas a ser una estrella, querido! Saldrás en Juego de Drones, Anatomía de Pablo, ¡puede que incluso en Chicos Desesperados! ¿Me firmas un autóoooografo?

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Opto por reírme sin más de las burlas de Tiago, pero no puedo quitarme de la cabeza las extrañas palabras que me ha susurrado el profesor: —Una persona le llamará. Confíe en ella…

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Capítulo 5

Mi cerebro carbura a máxima potencia mientras ideo en nuevas maneras de potenciar mi «Dravión» con aplicaciones añadidas. Acabo de entrar en el autoservicio de la universidad, repleto de estudiantes ruidosos, para llenar mi calabaza con agua caliente del dispensador. En él, como en casi todas partes de Argentina, se puede tomar mate (la hierba revitalizante que se bebe aquí en lugar de té o café) siempre que se desee. Sorbo un poco de la infusión caliente, ligeramente amarga, a través de mi «pajita» de aluminio y trato de ordenar mis pensamientos. De repente, mi teléfono empieza a vibrar con insistencia…

Número internacional desconocido. ¿Será esta la persona de confianza de quien me habló el profesor Temudjin? Acepto la llamada con aprensión.

—Le habla John Fitzgerald Hannibal, de Hannibal Corp.

Se me cae la calabaza del susto. ¿Existe alguien que no conozca al Sr. Hannibal, el genio multimillonario cuyas empresas se sitúan a la vanguardia de las innovaciones tecnológicas más

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avanzadas y patrocina a investigadores científicos de todo el mundo? ¿Quién no soñaría con quizás obtener una beca, ofrecida solo a los estudiantes más prometedores? Pero no entiendo por qué me está llamando el propio Hannibal; apenas estoy empezando mis estudios universitarios y aún tengo que demostrar mi valía. A menos que me haya recomendado específicamente uno de mis profesores… o tal vez el profesor Temudjin. No entiendo nada. Ni siquiera le he enviado aún los planos de mi «Dravión».

—Joven —prosigue Hannibal en perfecto español con tan solo un ligero deje anglosajón—, lleva usted un colgante que me interesa sobremanera debido a su importancia histórica. Me gustaría que lo examinara uno de los expertos de la fundación Hannibal Human History, que actualmente trabaja en Buenos Aires. Le está esperando un taxi en la entrada principal de la universidad, que le llevará al punto de encuentro. Mi experto, Horacio Cortés, le compensará por las molestias. Huelga decir que debe venir solo.

Hannibal cuelga antes de que yo pueda decir ni media palabra. Tengo la horrible sensación de que me han

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dado una orden que no puedo desobedecer, peor que cuando el abuelo Ramundo me mandaba hacer algo sin darme ninguna explicación. Lo odio; solo tengo ganas de devolver la llamada al tal Hannibal y mandarlo a freír espárragos. Cojo la calabaza vacía y la guardo con rabia en la mochila. Entre el bullicio de la cafetería distingo una risa estridente y me giro automáticamente hacia el lugar de su procedencia. Ah, es Tiago exhibiéndose ante un harén de admiradoras extasiadas. Resulta fácil cuando se tiene un cuerpo como el de Cristiano Ronaldo… Una vez que inicia su actuación, nada puede detenerlo. Aunque me pongo a gesticular como un loco, no consigo llamar su atención. Quería contarle lo de la llamada telefónica, pero está claro que no es buen momento. Engullo mi frustración y me dirijo hacia la entrada de la universidad, maldiciendo en voz baja. Con solo rebasar el portal, observo que el conductor de un taxi negro y amarillo está detenido y revisando la pantalla de su teléfono móvil. Luego me indica por señas que me acerque. Me digo que, después de todo, aunque solo sea para contentar al abuelo, tal vez pueda aprender algo interesante sobre este maldito trozo de metal, que trajo de España nuestro antepasado Esteban…

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El taxista pone la radio a todo volumen, impidiéndome hacer preguntas, y conduce como si fuera Fangio, el argentino cinco veces campeón de Fórmula 1. Buenos Aires se extiende sobre 203 km² organizados como un damero perfecto que parece repetirse hasta el infinito. Cuando llegué a la capital, hice volar mi «Dravión» sobre ella para hacerme una idea y quedé impresionado por su geometría metódica en expansión.

El taxista conduce a lo loco por estas avenidas «a la francesa», arboladas y pobladas de edificios haussmanianos, recortando las esquinas, siguiendo una ruta que solo él parece saber. Yo acabo por ignorar dónde estoy y tener que esforzarme para contener las náuseas. Bajo las ventanillas y me cuelgo del tirador de la puerta para obligar al conductor a circular más lentamente por la calzada. A juzgar por las fachadas pintadas de vivos colores de las casas sobre pilotes, basadas en una idea del pintor Benito Quinquela Martín en la década de 1920, estoy en el popular barrio de La Boca.

Capítulo 5

Por las ventanillas puedo oír a los transeúntes hablando entre sí en italiano. En los efluvios del río cercano, distingo un delicioso aroma a tomate burbujeante, fritura, ajo y mozzarella crujiente procedente de las terrazas de los ruidosos restaurantes. El taxi toca el claxon para hacer que los peatones se apresuren y se escurre por los callejones hasta llegar a una pequeña plaza situada al final de un callejón sin salida. Envía un SMS y a los pocos segundos se abre una puerta recubierta de bella buganvilla. Aparece un hombre alto con un traje de lino claro. El hombre entrega al conductor un fajo de billetes y me pide que me apee del taxi. Se inclina brevemente a modo de saludo y luego se presenta.

—Soy Horacio Cortés, anticuario y experto contratado por la fundación Hannibal Human History. Por favor, sígame.

Trago saliva y luego sigo sus indicaciones. ¿En qué clase de enredo me he metido?

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Capítulo 6

Sigo al Sr. Horacio Cortés por un laberinto de pasillos oscuros hasta una gran sala inundada de luz solar, que penetra por un gran ventanal. Al otro lado del ventanal puedo ver un increíble patio. Mi mirada contempla las sutiles orquídeas, las rosas de pétalos sedosos y los arbustos de flores multicolores. Miro de nuevo al interior de la habitación y, mientras mis ojos se adaptan a la luz, aspiro el aroma de la cera. El suelo de parquet dorado, encerado de forma impecable, refleja la luz sobre el mobiliario: un gran escritorio tallado con incrustaciones de nácar, rodeado de mullidos sillones club de piel. En los muros se extienden librerías acristaladas, llenas de libros antiguos y una colección de todo tipo de antigüedades. Una sensación de lujo voluptuoso y refinamiento emana de este espacio protegido, insólito en este barrio humilde…

—Por favor, tome asiento —dice Cortés, señalando una silla frente a la suya.

Me pasa un vaso de cristal con limonada, en el que tintinean los cubitos de hielo. A continuación, da un gran sorbo a su bebida

Capítulo 6

mientras me escruta atentamente. En cuanto poso el vaso sobre la bandeja ornamentada, Cortés saca de un cajón una caja de plexiglás transparente, que contiene utensilios dignos de un cirujano dentista. Luego sus dedos bien cuidados señalan el vade de sobremesa en piel que nos separa.

—Veamos el objeto.

De mala gana, me quito el colgante del cuello y lo coloco sobre el vade. Cortés sostiene una especie de lupa ante uno de sus ojos y gira el colgante con unas finas pinzas, similares a las utilizadas por los coleccionistas de sellos. Su rostro no revela ningún signo de emoción, ningún interés particular. Pero supongo que eso es parte de su trabajo como anticuario… Luego lo deposita y comenta casualmente:

—Este trozo de chatarra no tiene ningún valor de mercado. Supongo que ya lo sabe.

Me encojo de hombros.

—No es oro, sino una vieja aleación de metal. De todos modos, no está en venta. Es un recuerdo de familia.

Capítulo 6

—Bueno, en tal caso, cuénteme qué sabe su familia acerca de este colgante —continúa el Sr. Cortés, al tiempo que se retira el monóculo y se recuesta en su sillón, con los brazos reposados.

Le hablo brevemente de la expedición de mi antepasado Esteban desde España hasta Argentina pero, más bien molesto por la actitud altiva del hombre, descuido mencionar que esta pieza de metal también sobrevivió a un incendio…

—Por tanto, este objeto llegó a Argentina en 1878.

—Así es. Ahora le corresponde hablar a usted. ¿Qué ha deducido de su examen? ¿Y por qué le interesa tanto mi colgante al Sr. Hannibal?

Sus labios se curvan para formar una sonrisa delgada y fría.

—La Fundación Hannibal está muy interesada en el período helenístico. Supongo que no ha estudiado griego, joven. De lo contrario habría reconocido algunas de las antiguas letras griegas que hay grabadas en este colgante.

Capítulo 6

—¿Esta pieza de metal proviene de Grecia? ¿Entonces qué demonios estaba haciendo en España? ¿De qué fecha data? ¿Y sabe qué está escrito en ella?

—Vayamos por partes —dice Cortés, con su sonrisa inquebrantable—. Para empezar, no sé qué está escrito en ella. Algunos de estos grabados son de hecho letras griegas, pero no tienen sentido por sí solos. Este colgante es solo un fragmento incompleto de una pieza mayor, el paradero de la cual es, por desgracia, desconocido para la Fundación. Y, al igual que usted, ignoro la procedencia de este colgante y por qué estaba en España a finales del siglo XIX. Si desea saber cuándo se fabricó y averiguar más acerca de sus orígenes, tendrá que permitir que la examinemos en nuestros laboratorios especializados.

Un repentino destello de codicia en los ojos de Cortés dispara las alarmas en mi mente. Alargo la mano hasta el vade para recoger el colgante, pero Cortés lo agarra justo antes que yo, lo sostiene por el cordón de piel y lo balancea ante mí como si fuera el péndulo de un hipnotizador. Con voz melosa, me susurra:

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—Lo recuperará después del examen, por supuesto, junto con un informe detallado de los análisis. La Fundación es de lo más generosa con quienes contribuyen al avance de los conocimientos históricos.

—Ya basta. Devuélvamelo —le espeto, tratando de mantener la voz lo más firme posible y tendiéndole la mano.

—Pero ¿no le gustaría conducir un hermoso deportivo? ¿No sueñan sus abuelos con una bien merecida jubilación en lugar de tener que seguir viniendo a duras penas a Buenos Aires para vender ganado en el mercado de Liniers? El precio de la carne no es de lo mejor últimamente…

Me abruma un terrible desasosiego. ¿Cómo es que Cortés sabe todo esto de mi familia? ¿Y por qué está tan desesperado por tener entre sus manos este «trozo de chatarra sin ningún valor»?

Cortés deja lentamente el colgante en la palma de mi mano. La sonrisa de su rostro ha dado paso a una mirada de tristeza.

Capítulo 6

—¡Qué gran pérdida para la historia…! No obstante, a la Fundación le gustaría conservar una… fotocopia del original, en cierto modo. ¿Alguna vez ha oído hablar de la impresión en 3D? Ah, sí. Desde la crisis económica en Argentina, las subvenciones a las universidades se han reducido bastante. Pero mis fuentes me indican que el rectorado tiene la esperanza de adquirir una de estas máquinas. ¿Tal vez la Fundación podría hacer un pequeño gesto? Y puede que usted aprecie poder ver por sí mismo cómo una de estas máquinas, como la que tenemos en la habitación contigua a este despacho, fabrica una réplica exacta de cualquier objeto que se le presente…

¡Vaya! Los pensamientos dan vueltas en mi cabeza como si fueran bolas de billar. Mi curiosidad ha llegado al límite y, a pesar de que desconfío de este tipo demasiado bien informado, creo que ya me ha comprado… Es por una buena causa, ¡después de todo! ¿Una impresora 3D en la universidad? ¡Eso sería genial! Y yo podría cumplir la promesa que le hice a mi abuelo de no perder nunca de vista el colgante, puesto que estaré presente mientras lo copien. Maldito, ¡de acuerdo!

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Capítulo 7

Nunca habría imaginado que, tras esta oficina decorada al estilo de los anticuarios de alta gama, encontraría una habitación ultramoderna, aséptica, sin ventanas, en la que ronronea un monstruo de alta tecnología. La máquina está conectada a numerosos equipos y dispositivos. Su funcionamiento me resulta fascinante. Cortés me muestra las etapas de la impresión tridimensional.

—Las antigüedades expuestas en la oficina son copias perfectas, hechas en escayola parisina según el método de la fabricación aditiva desarrollado por el Massachusetts Institute of Technology (MIT), patrocinado obviamente por la Fundación. Pero aquí voy a utilizar el FDM, modelado por deposición de materia en fusión, que «imprime» objetos de metal sustituyendo la «tinta» por cera, cerámica, plástico u otros materiales.

Mi colgante, desposeído de su cordón de cuero, descansa sobre una platina de vidrio, en el centro de una especie de esfera translúcida.

Capítulo 7

—En primer lugar, modelo el objeto que deseo imprimir en 3D con este software de diseño asistido por ordenador. Luego ajusto los parámetros de impresión, tales como velocidad, espesor de capas y precisión, y a continuación configuro la disposición de las boquillas de impresión generando el código G. ¿Quiere iniciar el proceso de impresión usted mismo?

Pulso la tecla Intro y al instante observo, tras la pantalla de protección térmica, cómo se mueve la boquilla de la impresora hasta el extremo de la manga y empieza a depositar pequeños filamentos de material metálico en estado líquido. Comienza por el contorno y luego rellena la parte central, capa a capa, hasta completar el objeto final. El volumen se crea a base de superponer capas. Es fascinante.

No sé cuánto tiempo permanezco observando la danza de la boquilla, pero el rugido de mi estómago me insta a conseguir pronto algo de comer. Como si me leyera el pensamiento —o tal vez tenga un oído muy fino—, Cortés me tiende un fajo de pesos.

Capítulo 7

—Será un placer atenderle. Procúrese algo de comer. Espero que le guste la comida italiana. Yo esperaré aquí. Debo supervisar el proceso, milímetro a milímetro. Todavía queda una hora y cuatro minutos.

Me resisto a alejarme del colgante; ¿y si Cortés desaparece y se lo lleva consigo? Cortés, consciente de mi indecisión, agita los billetes ante mí, con la mirada puesta en la mía.

—Mire, joven. Me han encargado hacer esta copia y remunerado generosamente por ello. Voy a terminarla. Le garantizo que no abandonaré esta sala.

Su seguridad me hace ceder. Después de todo, pienso para mis adentros, estirar un poco las piernas no me hará mal. Tomo los pesos y los guardo en mi bolsillo, me estiro haciendo chasquear las vértebras y me dispongo a marcharme por donde he venido. ¡No puede ser! ¡Ya casi es de noche! El delicioso aroma de la comida me tienta y mis tripas producen vibraciones extrañas. No, en realidad… es el vibrador de mi teléfono. Seguro que es Tiago, que quiere ir a tomar algo.

Capítulo 7

Cuando voy a responder, me doy cuenta de que tengo varias llamadas perdidas. ¿Por qué no ha sonado ni vibrado en el despacho de Cortés?

—Tiago, vete sin mí. Aún me queda bastante aquí…

—Pablo —dice la voz de un hombre, joven pero decidido, de extraño acento extranjero—. Por favor —prosigue en un inglés que apenas logro entender— escúcheme atentamente. Le llamo de parte del profesor Temudjin. Soy uno de sus alumnos, Battushig, el que tuvo el accidente en las montañas en Mongolia al que hizo referencia el profesor al hablar del Drobot. Caí por una grieta de hielo y descubrí un caballo petrificado. Después de rescatarme, los investigadores de la Academia de Ciencias de Mongolia encontraron al jinete del caballo junto con varios objetos, que permitieron situar su muerte a finales del siglo IV a. C. Pero luego la Hannibal Corp asumió el control de las operaciones y se llevó todos los «descubrimientos» en aviones refrigerados hasta su centro criogénico de Massachusetts, en los Estados Unidos. Un exalumno de la universidad que trabaja allí me dijo que el guerrero llevaba una letra de cambio y un

Capítulo 7

pase militar firmado por Tolomeo, quien fuera general de Alejandro Magno en el 326 a. C. El jinete llevaba también un objeto metálico con grabados, muy similar al que lleva usted atado al cuello.

—¡No entiendo nada!

—Escuche. Con las fotos que me envió el profesor Temudjin, logré identificar el colgante como parte de una estrella de cinco puntas. Es idéntico a la pieza hallada junto al jinete congelado de Mongolia y a la que fue robada en Egipto. Los tres fragmentos encajan en la plantilla a la perfección. Esta estrella perteneció a Alejandro Magno, uno de los grandes conquistadores de la historia mundial. No habrá entregado ni vendido su colgante, ¿verdad?

—No, me he negado, pero el Sr. Cortés está fabricando una copia en 3D en estos momentos. Es para la investigación de la Fundación Hannibal Human History y…

Me interrumpe un ruido sordo, como gutural. Battushig continúa inmediatamente.

Capítulo 7

—Perdón. La Fundación es solo un pretexto. Es el propio John Fitzgerald Hannibal quien quiere apoderarse del colgante, ¡y debemos impedir que lo haga! Le he conocido en persona y es realmente peligroso, créeme.

—Pero yo…

—Esta estrella de cinco puntas es el sello del poder que convirtió a Alejandro en invencible. Pero también le volvió loco. Por eso Tolomeo rompió la estrella, entregó los fragmentos a varios jinetes de élite y les pidió que los alejaran de Alejandro lo máximo posible. Hannibal tiene ya al menos dos fragmentos en su poder. Si, con la fuerza de su red de inteligencia, su respaldo financiero y su dominio de las tecnologías más sofisticadas, logra encontrarlos todos, podrá unirlos y volver a forjar la estrella. ¡Será tan poderoso e indestructible como uno de los más mayores conquistadores —y dictadores— del mundo! Junto con todos los miembros de nuestra «red», estamos trabajando para impedir que alcance su objetivo, ¡pero siempre va un paso por delante de nosotros! El tal Cortés es un intermediario. Su intención es hacerse con el fragmento. ¡Debe evitarlo a toda costa!

Capítulo 7

Tales revelaciones me aturden. Murmuro:

—Pero… mi colgante… la copia en 3D… el Sr. Cortés…

—¡No tiene que llegar a Hannibal! Encuentre el modo de recuperar el colgante lo antes posible y salga de ahí. Escóndalo, ocúltese, y sobre todo deshágase del teléfono para que no puedan seguir rastreándole. No utilice su portátil tampoco. Hay espías por todas partes y… la «red» está siendo… Krrr… Krr… Inter… Krr… ferencias… B… suerte…

La comunicación se corta de pronto. El corazón se me acelera; empiezo a estar muy asustado… ¿Cómo podré recuperar mi colgante y escapar sin que me descubran?

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Capítulo 8

—¡Es inminente! —anuncia Cortés mientras cierra la puerta tras de mí—. Apurémonos.

Apenas puedo seguir su ritmo después de atiborrarme en las pulperías del barrio, esas tiendas que venden todo lo que uno pueda imaginar, sobre todo alimentos, para tratar de calmar la ansiedad provocada por las palabras de Battushig. Aún llevo en la mano una bolsa de papel grasienta. Al verla, Cortés apunta a su despacho, arrugando la nariz con cara de asco.

—Deje todo eso allí.

Le obedezco y luego me apresuro para observar cómo la máquina termina de copiar mi colgante en 3D.

Es asombroso. Tras aplicar una última malla sobre la capa superior, la boquilla de impresión detiene su danza hipnótica y recorre lentamente el brazo mecánico, que a su vez se repliega. A continuación, la máquina aplica una placa refrigerante sobre el objeto ardiente. Su temperatura desciende hasta el punto en que puede manipularse sin peligro. Una vez terminada la

Capítulo 8

función de la placa, esta se retira. La pantalla protectora se desliza para dejar al descubierto la pieza final. Esta máquina ultrasofisticada ha logrado crear una réplica exacta de mi colgante; los grabados son increíblemente precisos, ¡y el bronce presenta incluso las mismas marcas de desgaste!

Cortés, cuya existencia casi había olvidado mientras observaba el final del proceso fascinado, me tiende con unas pinzas el cordón de cuero de mi colgante. Con la otra mano, coloca la copia junto a una especie de maletín. Al abrirlo, deja al descubierto incontables fajos de pesos, bien ordenados.

—La copia es perfecta. Nadie sabrá nunca la diferencia. Aún está a tiempo de llevarse la copia… y el dinero. La universidad recibirá la impresora en 3D en los próximos días, en cualquier caso.

La cabeza me da vueltas. La oferta de Cortés es diabólicamente tentadora; no puedo ni imaginar qué haría con tanto dinero; parece una fortuna… Y, sin embargo, la advertencia de Battushig resuena en mis oídos cual voz de la conciencia desde el otro lado del mundo. Respiro profundamente y miro a Cortés a los ojos.

Capítulo 8

—Primero quisiera comparar la calidad de la copia con el original.

Cortés suspira, visiblemente molesto. Luego procede a recoger la esfera que contiene mi colgante. La abre y deposita con las pinzas el original junto a la copia. También añade una lupa. Y yo decido apostar fuerte:

—Si mi abuelo se entera de que he hecho trapicheos con la joya de la familia, tendré graves problemas. De acuerdo. Puede guardar la lupa. El parecido es más que suficiente, pero tengo que comprobar una cosa más —añado, mientras tomo los dos objetos.

Los sopeso en la palma de las manos, al tiempo que paseo por la habitación al más puro estilo Rambo. Luego me doy la vuelta y miro a Cortés.

—Perfecto. Por mí está bien. Trato hecho.

Regreso a la mesa y, dando la espalda a Cortés, dejo la copia y deslizo el original en el bolsillo de mis vaqueros. Agarro el maletín y, cuando estoy a punto de salir

Capítulo 8

de la habitación, me encuentro cara a cara con una pistola automática con silenciador, a punto de disparar.

—Eso ha sido muy poco sutil. Nadie engaña a Hannibal. Retroceda lentamente y deje el original donde estaba… No me gustaría tener que manchar las paredes con su estúpido cerebro. Sería una porquería.

Siento que me brotan gotas de sudor de las raíces capilares. Mis ojos dan vueltas, presas del pánico, como un ratón atrapado que busca desesperadamente una salida. Entonces detecto el resplandor de las cámaras, incrustadas minuciosamente en las paredes. Era imposible que mi artimaña pasara desapercibida. Y entonces, mi estúpido cerebro me impulsa a cometer una locura: me inclino bruscamente a la izquierda y estampo el maletín en la cara de Cortés. El disparo emite un «bam» apenas perceptible, pero la fuerza del impacto me obliga a soltar el maletín, que sale volando por los aires. Cortés se tambalea y trata de apuntarme con el revólver. No puedo concederle ninguna oportunidad. Llevado por la adrenalina, me abalanzo sobre él y le arrebató el arma de las manos. Instintivamente salto hacia atrás; ahora el que apunta soy yo.

Capítulo 8

—Comete un terrible error —pronuncia Cortés con voz de ultratumba.

Camino de espaldas hacia la puerta, la cruzo y la cierro con un golpe seco. ¡No tiene cerradura! Tomo una silla de la oficina y la uso para bloquear el pomo. Noto que las manos me tiemblan como un flan, veo borroso y la sangre me retumba en la sien. ¡Me he vuelto completamente loco e irracional! Sin pararme a pensar, echo a correr como un desesperado, movido por un instinto de supervivencia ancestral… En la calle me cruzo con un grupo de mirones que no dudan en insultarme. La voz chillona de una mujer me taladra los tímpanos:

—¡Va armado! ¡Avisen a la policía!

Sigo corriendo. Me sorprende ser capaz de mantener la calma en esta situación. Tiro el arma y el teléfono en el primer cubo de basura que encuentro. Tengo que correr, esconderme, desaparecer de la faz de la tierra. Ahora soy un fugitivo…

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Capítulo 9

Cuando la abuela Helga vio la estancia por primera vez, exclamó: «Ach, mein Ramundo, los caballos de tu Pampa son como las vistosas flores de un jardín…».

No sé por qué esta leyenda familiar me asalta de repente. He recorrido kilómetros durante la noche, en autobús, en autostop, en camión y a pie, para regresar a la estancia. Y coger las mejores flores. Cualquier persona en su sano juicio diría que es una locura, que es el primer lugar al que irán a buscarme. Las luces de la casa siguen encendidas. No puedo ni imaginar cuánto se preocuparían mis abuelos si la policía, o más bien los secuaces de Hannibal, les contaran que he desaparecido o los amenazaran personalmente. Pero si debo huir, no quiero hacerlo solo. Me arrastro en silencio por el cuarto de utillaje, apenas iluminado por la tenue luz de la luna. Tomo un arnés completo, bastante sorprendido por el peso inusual de la silla, y luego me dirijo al vallado. No tengo ni que silbar para llamar a Tormenta. Ella ya ha detectado mi presencia y relincha, expectante, llena de alegría e impaciencia.

Capítulo 9

—Calla, Tormenta —le digo, acariciándola con ternura, mientras ella hace cabriolas de felicidad—. No es hora de jugar. Nos espera un viaje largo, muy largo…

Al ensillarla, descubro que de los faldones de la silla penden unos cuantos añadidos inesperados. Las nubes tapan la luna, pero por el tacto adivino que se trata de un odre de cuero y diversas provisiones. El abuelo debe haber adivinado que regresaría… Lo guardo todo en mi zurrón y cierro el vallado de nuevo. Pongo un pie en el estribo y me alzo para sentarme en la silla, cubierta por una gruesa piel de oveja. ¡Qué bien que conservé la vieja silla de gaucho del abuelo! ¡Es un auténtico sillón! Imagina cómo debía de ser para los gauchos, que pasaban de 6 a 8 horas al día a lomos de su caballo, y quizás debían dormir bajo las estrellas cuando trasladaban rebaños, sobre todo cuando iban en busca de pasto en verano. Desmontaban la silla, la extendían en el suelo y desplegaban la piel lanuda de oveja para preparase una cama increíblemente cómoda. Echo un último vistazo a la estancia y, a mi pesar, comienzan a brotarme las lágrimas ante la idea

Capítulo 9

de no volver a ver a mis abuelos de nuevo. Me recompongo, imagino que soy un gaucho rústico y, avergonzado por tanta sensiblería, salgo con Tormenta a galope. Nos dirigimos al sur, a las tierras salvajes donde ninguno de los secuaces de Hannibal podrá encontrarme. Ofrezco una especie de plegaria a las estrellas, pidiéndoles que guarden a mis abuelos. Y también a Battushig, al profesor Temudjin y a todos quienes luchan contra los malvados planes de Hannibal…

Despunta el día. El sol persigue el añil del cielo para teñir la pradera de destellos de blanco, luego amarillo anaranjado y finalmente verde tímido. ¿Cuánto tiempo llevamos Tormenta y yo surcando este mar interminable de hierba? Oigo el motor de un tractor a lo lejos, al que pronto se suman otros. Aquí no es el gallo quien anuncia el alba, sino estas máquinas gigantescas que se preparan para cultivar las vastas tierras agrícolas. Estas praderas donde pastan unas mil cabezas de ganado dejan paso gradualmente a la agricultura intensiva, sobre todo soja transgénica, «oro verde», principal fuente de ingresos de exportación del país. Los campos de trigo, maíz y girasol transgénicos resisten a todos los

Capítulo 9

insecticidas conocidos, lo que permite una productividad máxima de los cultivos. Pero las semillas son estériles y no pueden replantarse al año siguiente; deben comprarse de nuevo a las multinacionales sin escrúpulos. Ultrarrendimiento, sin duda, ¿pero no nos hará pagar la tierra algún día por esta agricultura intensiva a corto plazo? Este pensamiento me hace acordarme de Tiago, quien, además de ser antimilitarista, también hace campaña a favor de todo tipo de causas ambientales y antiglobalización (cuando no está ocupado ligoteando, ¡claro!). Sonrío con desgana, a pesar del desaliento y la soledad que se me aferran, a pesar de que el viaje hacia lo desconocido es un trayecto de ida que me impedirá regresar a todo lo que me es querido. Tormenta mueve la cabeza de lado a lado, como en señal de protesta, y luego cocea un poco. Parecer preguntar: «¿Y yo? ¿No soy yo querida para ti?» Trato de conseguir que vuelva a caminar, acariciándole el cuello.

—Estamos cerca de un arroyo donde podrás beber y descansar un poco. Me vendría bien hacer un alto en el camino y tomar un tentempié. ¿Qué te parece?

Capítulo 9

Ahora Tormenta asiente con la cabeza y yo suelto las riendas; confío plenamente en ella. Aprovecho la ocasión para estirarme y masajear mi cuello dolorido, tratando de ahuyentar el miedo que me crea mi más que incierto porvenir.

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Capítulo 10

Tormenta me ha llevado a un arroyo cantarín, junto al cual crecen algarrobos y ombúes, esos enormes árboles herbáceos que sobreviven en estas regiones esteparias y proporcionan cobijo cuando hace calor. Desensillo la yegua y le quito la brida. Ella resopla y se sacude como un cachorrillo antes de beber del arroyo. Tomo la piel de oveja de la silla y la tiendo en el suelo, entre dos bosques de mezquite, plantas azucaradas que sirven de pasto al ganado; a Tormenta le encantarán. Luego vacío el contenido de mi zurrón y mis bolsillos sobre la piel, para hacer recuento de cuanto tengo en mi poder y así estimar mis probabilidades de supervivencia en los días venideros.

Cuando desenvuelvo uno de los paquetes que me preparó el abuelo, me sorprende el delicioso aroma del chimichurri. Saboreo con gratitud el enorme bife a la parrilla, ternera marinada con salsa picante a base de ajo, perejil, tomate, aceite de oliva y tomillo. En realidad lo devoro como un cromañón. Luego relamo el envoltorio y me chupo los dedos con fruición, a salvo de la miradas de desaprobación que mi abuela Helga no habría

Capítulo 10

podido evitar dirigirme… Ya saciado, regreso al borde del arroyo para lavarme las manos y la cara y rellenar el odre.

Hago un rápido inventario de cuanto tengo. Un lazo. Una hermosa hogaza de pan. Un paquete de yerba de mate y cerillas. Prender una hoguera para calentar el agua y tomar algo de mate está fuera de lugar; aún estoy demasiado cerca de casa y no es momento de que me avisten. Descubro un facón, el gran cuchillo que llevan los gauchos en un ancho cinturón, atado a la espalda. Lo introduzco de nuevo en su vaina, con la esperanza de no tener que usarlo. Y luego están mi Dravión y mi portátil. ¡Menudo contraste entre la tradición gauchesca y el mundo de las nuevas tecnologías, que parecen estar tan lejos en este momento! Tengo unas ganas locas de conectarme a internet, chatear con Tiago o hacer volar el Dravión como una cometa, sin preocuparme por nada en el mundo. Echo una mirada de resentimiento a la pieza de metal reluciente que brilla sobre la piel de oveja, origen de la desgracia que me impide regresar a mi vida normal. Deseo destruirlo, arrojarlo a la hierba, hacerlo desaparecer por siempre jamás. Suspiro profundamente. Sé que es pueril,

Capítulo 10

pero debo admitir que este objeto supone una enorme carga. Siento un cálido aliento en la espalda. Como el viento agita la hierba y las ramas que me rodean constantemente, no he oído acercarse a Tormenta. Trato de acurrucarme junto a ella, pero me empuja con la cabeza y me envía a la piel de oveja. No puedo evitar echarme a reír.

—Tienes razón. Necesito dormir un poco. Seguro que luego pensaré con mayor claridad.

Satisfecha, Tormenta me vuelve la espalda y mordisquea la tierna hierba. Noto que mis músculos van relajándose poco a poco y voy quedándome dormido.

Me atormentan sueños extraños: el prado se ha incendiado y convertido en un infierno, alimentado por ráfagas de viento violento. Un ser maligno de aspecto taciturno se inclina sobre mí; lleva una máscara rodeada de plumas oscuras, signo de una amenaza mortal. Se me para el corazón y despierto sobresaltado, entre gritos y pataleos. Mis dedos arrancan algo extrañamente suave y unos chillidos estridentes casi me revientan los tímpanos. Estoy aturdido y mi corazón late con fuerza, cuando

Capítulo 10

descubro que acabo de aterrorizar a un ñandú, primo negro del avestruz, tan alto como un humano, cuyo nombre indígena guaraní significa «gran araña». El ave asustada bate sus alas negras y zigzaguea, chasqueando el pico, antes de echar a correr a pasos agigantados. Suelto las plumas negras que he arrancado por accidente, que revolotean al viento y luego se pierden en la distancia. Me restriego la cara para conseguir despertarme. El sol está en lo más alto; es hora de partir. Recojo mis escasas pertenencias, que la curiosidad del ñandú ha desperdigado por todas partes, y maldigo mi suerte al descubrir que de la hogaza de pan no quedan ya más que migajas. El odre está hecho trizas, totalmente inutilizado. Por suerte, el portátil y el Dravión se han librado de las garras y los picotazos del ave. Pero cuando recojo la piel de oveja, ¡descubro con horror que el colgante ha desaparecido!

¡Qué idiota que soy! El cordón de cuero que usaba de collar sigue aún en el despacho del anticuario corrupto, en Buenos Aires. Debería haber buscado la forma de colgármelo del cuello en lugar de dejarlo por ahí, en el bolsillo o en la piel de oveja, en medio de la Pampa,

Capítulo 10

¡donde cualquiera podía hacerse con él! Comienzo a registrar frenéticamente, a gatas, el suelo que me rodea. Reviso todos los sitios que ha pisoteado el ñandú. Me dejo la piel en las matas de la Pampa, cuyas bellas plumas rosadas y blancas cortan como cuchillas afiladas. Nada de nada. Furioso, agarro el facón y desbrozo la vegetación a mi alrededor en un intento por encontrar el colgante maldito, en vano.¿¿¿Adónde puede haber ido a parar???

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Capítulo 11

Este maldito colgante será mi muerte. Mi misión es mantenerlo a salvo y desaparecer entre la naturaleza mientras la «red» de Battushig halla una solución para recuperarlo, y a mí también, espero. Todo mi mundo se ha desmoronado por culpa de este maldito trozo de metal, que encima, para más inri, ha decidido perderse en la interminable Pampa. Si el profesor Temudjin estuviera aquí con su Drobot, ¡podría escudriñar el suelo con su detector de metales integrado! Mi Dravión podría sobrevolar la zona, pero no resistiría a la fuerza del viento por mucho tiempo. Y si enciendo mi portátil para controlarlo, los espías de Hannibal me encontrarán en un instante. Solo me queda una opción: prender fuego a la pradera y luego peinar las cenizas para tratar de encontrarlo. Si sobrevivió al incendio de la granja de mi antepasado Esteban en España, ¡seguro que puede volver a hacerlo un siglo después! Tomo la caja de cerillas y, cuando me dispongo a encender una, los valores transmitidos por mis abuelos me hacen detenerme en seco, como si un brazo invisible me agarrara por el hombro. Con el viento que hace, es muy poco probable que pudiera contener las llamas. Si el incendio se

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propagara a las zonas cultivadas, también las devastaría. Y me arriesgaría a que me lincharan los agricultores, que tanto trabajan para ganarse el pan. Grito de rabia y lanzo la caja de cerillas al zurrón. Tengo este zurrón, fabricado con piel de vacas criadas en la estancia de mi abuelo, desde que iba a primaria; es prácticamente indestructible. Un recuerdo lejano de la escuela me viene a la cabeza de repente…

Para no pagar las deudas a su adversario en una partida de canicas, Antonio Suárez, compañero de clase, decidió que era mejor tragárselas todas. Estuvo cerca de morir asfixiado. La oportuna intervención del maestro le hizo escupir la mayoría, pero nunca le oí contar cómo se las arregló para recuperar las que fueron a parar al tubo digestivo… Este recuerdo insólito me pone sobre la única pista posible, ya que súbitamente comprendo lo que por fuerza ha tenido que suceder. Seguro que el ñandú engulló el colgante con la misma avidez que Antonio se tragó las canicas, igual que devoró la hogaza de pan. Y si no quiero pasarme lo que me queda de vida escarbando entre excrementos por toda la Pampa, ¡tengo que atraparlo como sea!

Capítulo 11

Un ñandú corre a unos 60 km/h y puede alcanzar una velocidad punta de 80 km/h. Está claro que no tengo ninguna posibilidad de atraparlo a pie. Silbo para llamar a Tormenta, que está entretenida pastando en algún lugar. Su cabeza sobresale enseguida sobre la hierba alta. Endereza las orejas, relincha y viene al galope hacia mí. Me echo el zurrón al hombro, agarro la brida y la silla y me dispongo a dar caza sin piedad a ese ñandú. Espero que no haya demasiados; ¡no soy experto en ñandús y no recuerdo ningún rasgo distintivo para diferenciarlo del resto de la tribu! Desecho esta idea derrotista y subo a la silla. La altura adicional me permitirá divisar mejor al ñandú ladrón (o ñandúes ladrones).

En su huida, el ñandú dejó un rastro sobre la vegetación: hierba pisoteada, ramas quebradas… resultado de extender las alas para mantener mejor el equilibrio. Me doy cuenta de que corrió en zigzag, con cambios de dirección repentinos sin orden ni concierto, así que freno un poco a Tormenta. De lo contrario, acabaremos por perdernos en este laberinto creado por un ave presa del pánico. Me enderezo sobre

Capítulo 11

los estribos y uso la mano de visera para otear el horizonte. ¡Allí está! Algo oscuro se mueve junto al bosque de ombúes. Aprieto levemente las piernas y Tormenta comienza a galopar, en línea recta hacia esta sombra no identificada. Lamento no tener guardamontes; esas alas de cuero me evitarían sufrir arañazos y pinchazos de todo lo que crece por aquí. Mi yegua corre con valentía. Pronto daremos caza al ñandú, que se agita cual animal enjaulado bajo las ramas de los ombúes. ¿Por qué se retuerce de esta manera? A decir verdad, espero que esté tratando de escupir el colgante. Eso me evitaría tener que «acabar con él», por así decirlo, para recuperar mi preciada posesión. Pero cuando descubro la causa de su agitación, me avergüenzo de mis pensamientos egoístas…

Tormenta deja de correr. El cuerpo ensangrentado de otro ñandú, probablemente, su pareja, yace descuartizado en el suelo, junto a un nido en el que no quedan más que cáscaras de huevo amarillentas. El ñandú, inmerso en su danza de duelo, ni siquiera advierte nuestra presencia. Desato con cuidado el lazo que cuelga de la perilla de mi silla, empuño el rollo de cuerda y con la

Capítulo 11

otra mano comienzo a dar vueltas al extremo que contiene el nudo corredizo. Trago saliva y luego —allá va— echo el lazo. Ya sea por suerte o gracias a las horas de práctica junto a mi abuelo, rodeo a mi objetivo y tiro con fuerza para aprisionar el ave. Pero en ese preciso instante, Tormenta se encabrita de repente y relincha, aterrorizada. Yo salgo volando por los aires y ella huye a galope. Desde el aturdimiento, observo cómo el ñandú atrapado trata de correr en todas direcciones, batiendo las alas tanto como puede y chillando como un poseso. Por acto reflejo, aso la cuerda con más fuerza y comienzo a enrollármela alrededor de la muñeca. Cuando trato de ponerme de pie, algo salta inesperadamente sobre mí desde las ramas de un árbol. Su peso me lanza de bruces contra el suelo. Siento una especie de puñales que se clavan en mi espalda y me inunda un fuerte olor a almizcle… Maldito, ¡es un puma!

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Capítulo 12

Hora de entrar en pánico. Me hallo tumbado boca abajo en la Pampa. Un puma a mis espaldas está dispuesto a romperme el cuello con sus mortales mandíbulas para luego degustar mis mejores carnes. Mi yegua ha desaparecido y un ñandú tira como loco del nudo corredizo del lazo, cuyo extremo está enroscado en mi muñeca; casi me la disloca. Reúno todas mis fuerzas para tratar de deshacerme del agresor y obligarle a retirar sus garras de mi espalda, pero lo único que consigo es que me las clave aún más. ¿Qué diablos hace un puma tan al norte de la Pampa? Por lo general, los pumas se alimentan de ovejas de las estancias patagónicas… Tal vez también estén en crisis y hayan tenido que abandonar su territorio para probar suerte más al norte… Para responder a esta cuestión metafísica, primero tengo que encontrar la manera de deshacerme de esta fiera antes de que me convierta en bife picado, ¡como ha hecho con la pareja del ñandú!

Siento su aliento cálido cada vez más cerca de la nuca; si no reacciono pronto, estoy liquidado. Arqueo la espalda y empujo con las rodillas y los antebrazos para tratar de

Capítulo 12

desestabilizar a mi agresor, que deja escapar un rugido furioso y hunde sus garras en mis trapecios. Muy mala idea. El dolor es atroz. Tengo la cara aplastada contra la maleza, que ahoga mis gritos de angustia. Lo único que le falta para desnucarme es apretar ligeramente. Entonces, de repente, oigo un maravilloso relincho desafiante y noto que las garras de la fiera, sorprendida por el galope del caballo, se retraen ligeramente, al tiempo que desplaza su peso sobre mi espalda. Puedo ver en mi mente cómo el puma gira la cabeza para volverse hacia el alboroto desatado por Tormenta, quien acude en mi rescate pese al miedo instintivo a los depredadores felinos. El puma deja escapar un rugido aterrador y se olvida temporalmente de mi cuerpo para centrarse en su nuevo atacante.

Mientras yo, liberado de su peso y sus garras, ruedo a un lado y me enderezo como puedo, sobre las rodillas, entre jadeos. La fiera se ha lanzado al cuello de Tormenta y ha hundido las garras en su pecho y cuello. Mi yegua, con los ojos exorbitados y desequilibrada por el peso de su agresor, se da la vuelta y trata de arrojarse contra los troncos de los árboles para desembarazarse del puma. Pero este no se

Capítulo 12

suelta y, a pesar del baile vertiginoso de mi yegua, está a punto de hundirle los colmillos en el cuello. Horrorizado ante esta visión, me pongo de pie, abro el zurrón y agarro el facón, ese gran cuchillo gaucho. Lanzo un grito de guerra y corro hacia la fiera, que golpeo como un psicópata, una y otra vez, hasta que logro liberar a Tormenta de sus garras. El puma cae al suelo como un saco de patatas. Me arrodillo y hundo el cuchillo en él una y otra vez hasta que noto que Tormenta tira del cuello de mi camisa, gimiendo. Como si despertara de una pesadilla, dejo caer el cuchillo, hundo mi rostro en la crin de Tormenta y me abrazo a su cuello con fuerza antes de romper a llorar. De repente me sobreviene un vértigo agudo, mi visión se turba y voy quedándome inconsciente. Poco importa lo que pase ya, con tal de que mi Tormenta esté sana y salva…

* * *

—Hola, señor. ¿Qué tal?

¿Eh? ¿Quién me pregunta cómo estoy? Parpadeo y trato de incorporarme, pero un dolor punzante me derrumba y caigo de nuevo en lo que imagino que es una cama o un colchón.

—¿Y Tor… menta, mi caballo?

Una enorme sonrisa ilumina el rostro de la pequeña muchacha que se encuentra junto a mí.

—Está bien. Tiene una yegua increíble. Vino a la estancia para pedir ayuda. Mi padre le encontró inconsciente al lado del puma. Él le trajo hasta aquí. Me alegro de que haya despertado. Me llamo Isabel, ¿y usted?

—Yo me llamo Pablo. Pero, ¿y el… el ñandú? ¿Se escapó?

Mi pregunta provoca en ella una risa alegre. La muchacha me enseña una bandeja que contiene gasas ensangrentadas, vendas y tiritas limpias y un cuenco lleno de una sustancia blanquecina.

—Grasa de ñandú. Es ideal para las curas, ¡je, je!

Su risa es contagiosa, pero la angustia me invade cuando veo que deja la bandeja y me ofrece un plato de carne a la parrilla.

Capítulo 12

—Carne de ñandú. ¡Un asado excelente !

Asiento con la cabeza, pero no me apetece para nada una barbacoa de avestruz.

—¿Encontraron una pieza de metal… dentro?

—¿Dentro de qué? —responde ella, frunciendo ligeramente el ceño.

—¡Dentro del ñandú! —replico, casi a gritos.

La niña baja la mirada y da un paso atrás. A regañadientes, se mete la mano en el bolsillo y saca el colgante. Suspira y me lo entrega, con una sonrisa triste.

—¿Puedo quedármelo?

Tomo el colgante y lo examino de cerca, para ver si es realmente el mío. Sí, definitivamente es el mismo colgante maldito. Ahora me toca a mí suspirar. Introduzco el colgante en uno de mis bolsillos y respondo:

Capítulo 12

—No puedo dártelo, lo siento. Pero me gustaría regalarte otra cosa. Echa un vistazo a mis pertenencias y mira a ver si hay algo que te guste.

Creo que la muchacha está ya bastante familiarizada con el contenido de mi zurrón, porque sale de la habitación corriendo y vuelve enseguida con una enorme sonrisa.

—Esto. ¿Puedo quedarme con esto?

Le devuelvo la sonrisa y asiento. Luego la observo revolotear por la habitación, sosteniendo mi Dravión sobre la cabeza e imitando el sonido de un ruidoso motor. Se marcha corriendo a jugar con él.

Espero poder construir uno nuevo, más eficiente, algún día, algo más parecido al Drobot del profesor Temudjin. Pero hasta entonces, por lo menos mi Dravión servirá para que una niña de la Pampa juegue y sueñe…

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Capítulo 13

Una extraña videoconferencia tiene lugar entre los EE. UU. y Mongolia:

Massachusetts (EE. UU.).

Battushig:

—Profesor Temudjin, Salonqa, gracias a la foto del tercer fragmento de la estrella, el colgante de Pablo, creo que he logrado descifrar algunos de los símbolos geométricos grabados en el metal. He podido aislar una palabra en particular: ΑΘΑΝΑΣΙΑ. Salonqa, tú eres la experta en griego antiguo. ¿Sabes qué significa?

Universidad de Ulan Bator (Mongolia).

El rostro de Salonqa refleja preocupación. Lee en voz alta:

—A-THA-NA-SIA. Es peor de lo que pensábamos. Significa: INMORTALIDAD…

—Entonces —dice el profesor Temudjin— si Hannibal logra hacerse con todas las piezas de Alejandro Magno y reforjar el sello, será inmortal.

Capítulo 13

—¡Solo si cabalga a lomos de Bucéfalo! —replica Salonqa—. Y por lo que sé…

Una solicitud de contacto urgente interrumpe a Salonqa:

El Cairo (Egipto).

—Hola a todos. Tengo buenas y malas noticias.

En la pantalla aparece el rostro de Leyla. Parece emocionada y elocuente.

—¿¿¿Qué???

—Primero la buena: Pablo está vivo.

Leyla envía el extracto de un artículo de la sección «Sucesos» de un periódico argentino. Una foto en blanco y negro muestra un puma muerto rodeado de una multitud de agricultores argentinos de aspecto orgulloso y feliz. Otra imagen presenta un joven tendido boca abajo con el torso totalmente vendado, donde pueden verse manchas oscuras.

Capítulo 13

—Básicamente, el artículo habla de un joven que sobrevivió al ataque de un puma gracias a su valiente yegua, que fue a pedir ayuda a la estancia de esta familia. Encontraron al joven y lo curaron. Todos los agricultores de esta zona de la Pampa fueron luego a ver al puma. Les preocupa mucho que los pumas de la Patagonia se hayan abierto camino hasta la Pampa. Y mi John, que está de vacaciones con su familia en Seattle, en los Estados Unidos, ahí llueve todo el rato y…

—Gracias, Leyla —la interrumpe Battushig— entendemos que un periódico local ha publicado esta información. Pero la mala noticia es que si tú has logrado localizar a Pablo, Hannibal también sabe dónde está.

—¡Tiene que marcharse de allí rápidamente y encontrar otro escondite! —añade Leyla, asustada—. ¿Pero cómo lo hará si está aún malherido? Hannibal ya debe haber mandado a sus hombres en su busca. ¿Existe alguna posibilidad de que podamos llegar hasta él antes que Hannibal y lo saquemos de allí?

Capítulo 13

Las palabras ansiosas de Salonqa van seguidas de un largo silencio. El profesor Temudjin tose discretamente.

—Parece que este asunto no ha empezado con buen pie… Voy a ver si mis contactos en Argentina pueden echarnos una mano. Haré algunas llamadas y os tendré al corriente.

- 14 -

Capítulo 14

—Isabel, ¡déjale dormir!

Irónicamente, es la voz de Clara, la hermana mayor de Isabel, la que me despierta. Clara, la de grandes ojos negros y brillantes. Clara, la de pelo azabache y sonrisa radiante. Clara, la del hoyuelo en la mejilla izquierda. Clara, la que se mueve con tanta gracia. Clara, la que ha trenzado hilo de seda para hacerme un brazalete de la suerte… Su melodiosa voz hace que mi corazón se desboque. No me atrevo a abrir los ojos por miedo a encontrarme con su mirada y ponerme rojo como un tomate. ¡Dormiré un poco más! Pero Isabel me pellizca en la mejilla con fuerza para hacer que abra los ojos.

—¡Rascas, Pablito! Mira por la ventana, ¡es una sorpresa!

Me sentía tan bien en esta cama acogedora. Soñaba que todo se iba a arreglar, que seguiría cuidándome Clara… quiero decir, la maravillosa familia Ortega, el tiempo que hiciera falta para que me olvidara definitivamente de Hannibal… Con gran esfuerzo, me apoyo en un codo y giro la cabeza hacia la ventana. Lo que veo es un buen motivo para levantarme.

Capítulo 14

Mi dulce Tormenta está lamiendo las ventanas como si fuera un tren de lavado automático. Sonrío a Isabel y Clara, que me ayudan a incorporarme. Me tambaleo con la misma gracia que un elefante marino de cuatro toneladas sobre el hielo de Tierra del Fuego. Me doy la vuelta y me siento en la cama, reteniendo un gemido de dolor. Espero a que la cabeza deje de darme vueltas. Luego me levanto y doy unos pasos en dirección a la ventana para abrirla. Ha llegado mi turno para el lavado automático de Tormenta, que patalea y trata de trepar por la ventana.

—Tranquila, bonita —le digo, acariciándole la cabeza—. Ya voy. Ahora salgo, pero creo que es mejor por la puerta.

Se me parte el corazón cuando salgo de la casa de los Ortega y me reencuentro con mi yegua. Tiene vendadas las heridas que le hizo el puma en el cuello y el pecho; ni ella ni yo tenemos muy buen aspecto en estos momentos.

—¿Pero qué hacen los dos afuera? —protesta la Sra. Ortega, al tiempo que se limpia las manos llenas de harina en el

Capítulo 14

delantal—. ¡Isabel! —grita, con el ceño fruncido—. ¿Has dejado salir a la yegua del box?

—¡No, mamá!

—Por favor, no la regañe, señora. Tormenta odia estar encerrada, así que aprendió a abrir las puertas.

De repente el teléfono empieza a sonar y la Sra. Ortega alza los ojos al cielo.

—Desde que encontraste ese puma, ¡el teléfono no deja de sonar! ¿Cómo diablos voy a terminar mis empanadas ? Los hombres quieren organizar una cacería. Imagínate que haya otros pumas rondando por ahí, ¡mientras los niños corren por la Pampa!

La Sra. Ortega vuelve a entrar en la casa, maldiciendo en voz baja y arrastrando a Isabel con ella. Mi estómago ruge, anticipando los pasteles de carne que está preparando mi anfitriona. Pero de repente me asalta un terrible pensamiento, que me hace olvidar por completo la comida. De mi desventura se ha enterado ya bastante gente, y temo que haya podido llegar también a oídos de los secuaces

Capítulo 14

de Hannibal, un depredador aún más peligroso que el puma. ¡Tengo que salir de aquí lo antes posible! Pero es impensable ensillar a Tormenta, con las heridas que tiene. Miro a mi alrededor para ver si hay algún coche o camioneta que pueda tomar prestado, pero el patio y la granja están desiertos. No veo siquiera un tractor. Así que me dirijo a Clara, con el corazón roto.

—Debo irme, pero te prometo que volveré a verte, eh… a ver a toda la familia. ¿Puedes prestarme un caballo?

Bajo la mirada indignada de Tormenta, ensillo en la cuadra el viejo caballo pinto alazán que me indica Clara.

—Alberto. Es el mejor.

Intento que Clara no se dé cuenta de cuánto me duelen las heridas a cada paso que doy, mientras tomo la silla de montar, la levanto, cincho a Alberto y me subo a su lomo. Doy las gracias a Clara torpemente antes de espolear al corcel y perderme en la distancia. Por supuesto, Tormenta me sigue, enfurecida. Nada podría haber hecho que se quedara. Echo una última mirada atrás. Clara

Capítulo 14

está de pie entre la hierba alta, coronada por el halo de su larga melena al viento, y me manda un beso. Mi corazón se detiene por un instante. Creo que me he enamorado de verdad por primera vez en la vida ¡y tengo que separarme de mi amada! Tan solo espero que Hannibal y sus hombres no le hagan daño a Clara ni a su familia…

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Capítulo 15

Alberto es un gran caballo. Tormenta me llevó desde la Pampa hasta más allá del río Colorado, de camino a la Patagonia, hasta que nos encontramos con el puma. Con Alberto hemos franqueado el río Negro y seguimos avanzando hacia el sur. Hemos viajado durante horas, pero Alberto no muestra signos de fatiga o irritación. Tormenta, sin embargo, parece agotada. Hace tiempo que ha dejado de querer morder a su rival y me preocupa bastante la sangre que comienza a traspasar sus vendajes. Decido parar en el próximo arroyo y echo una mirada alrededor para dirigir a Alberto hacia un punto donde se espese la vegetación. Si guiño los ojos, puedo distinguir las estribaciones de los Andes al oeste, la frontera natural entre Argentina y Chile. Al este, aún es imposible distinguir el punto donde la recortada costa se encuentra con el océano Atlántico. Me siento perdido en este desierto central tan salvaje, al norte de la Patagonia, y maltratado por el constante viento del oeste. Este país es inmenso. Si continúo hacia el sur, en línea recta, tal vez logre cruzar el estrecho de Magallanes y llegar a Tierra del Fuego en pocos días. Después, desde Ushuaia cruzaré los archipiélagos

Capítulo 15

helados en dirección al cabo de Hornos, donde embarcaré clandestinamente en un buque de destino desconocido…

Niego con la cabeza violentamente. Creo que el viento me está volviendo loco, o es la soledad infinita de estas tierras abandonadas quien alimenta estos sueños desesperados. Tierra del Fuego está aún a kilómetros de distancia. Tengo que poner los pies en la tierra y centrarme en el presente. El terreno ha cambiado: ya no hay campos de cultivo, ni signos de presencia humana. Ni siquiera quedan ruinas de casas abandonadas, sino que son los espinos y los montículos rocosos lo que lo inundan todo. Alberto nos lleva a través de la maleza hacia un pequeño claro en el que serpentea un arroyo. Me di tanta prisa en marcharme que no cogí mi zurrón ni la camisa limpia que me prestó el Sr. Ortega. El sol quema cada centímetro cuadrado de mi piel desnuda, así que desmonto para refrescarse en el arroyo y beber a grandes tragos, junto con los caballos. Luego sacio mi hambre con bayas púrpura de Calafate. La superstición dice que quien come una baya de Calafate tiene la certeza de volver a la Patagonia. También encuentro un poco de pan del indio, un tipo de hongo

Capítulo 15

que crece en ciertos árboles, con forma de bolitas amarillas. No saben muy bien, ¡pero me siento renovado!

De pronto, Alberto comienza a relinchar de forma intermitente, con gravedad. Tiene las orejas hacia atrás y pisotea con fuerza, tenso cual cuerda de arco. Un instante después, emprende la huida. Tormenta rebufa con una mezcla de curiosidad y ansiedad, pero a diferencia de Alberto, no permite que cunda el pánico. Ya debe conocer el peligro que ha provocado la huida de Alberto. No entiendo de dónde procede la amenaza.

Entonces distingo una sombra en el suelo y luego reconozco el zumbido que la acompaña. A varias decenas de metros sobre nuestras cabezas, luchando contra el viento, un dron triangular escruta el terreno y envía imágenes a su piloto. Veo otros puntos en el cielo, que podrían ser igualmente drones. Estoy a punto de dejarme llevar por el mismo pánico que Alberto y salir corriendo en línea recta, pero entonces el dron aterriza a trompicones a pocos metros ante mí. Tormenta, acostumbrada a mi Dravión, se acerca a olisquearlo. Puesto que un dron de este tamaño no puede llevar explosivos, por

Capítulo 15

pequeños que sean, decido seguir el ejemplo de Tormenta y echar un vistazo al objeto. Me recuerda mucho al modelo en el que están trabajando en la universidad, tanto así que casi no me sorprende escuchar la voz de Tiago retumbar a través del altavoz.

—¡Hola, amigo! Casi no nos queda batería, así que presta atención. Ve hacia el este hasta que encuentres la carretera asfaltada que bordea la costa, a lo largo del golfo San Matías. Los camiones de transporte de soja Duarte —la empresa de mi padre— circulan entre San Antonio Oeste y la península Valdés en tu busca, pero no pueden conducir sobre las rocas. Dale las gracias al profesor Temudjin: ¡tiene a todo el departamento de Nuevas Tecnologías de la facultad detrás de ti! Date prisa… Bzzz… Crrr…

El altavoz deja de emitir. Una ráfaga de viento sacude el dron y lo deja patas arriba, como si fuera una tortuga. Tormenta comienza a patalear a mi lado, como incitándome a montarla a pelo. Pero en vista del estado de sus vendajes, prefiero continuar a pie. La acaricio en la frente y acerco su mejilla hacia mí para besarla.

Capítulo 15

—Cuando estés mejor, bonita. De momento, voy a correr un poco. Puedes seguirme.

Y haciendo acopio de las pocas fuerzas que me quedan, respiro hondo y me dirijo hacia el este, tratando de no torcerme un tobillo en esta estepa montañosa. Si el camión es lo suficientemente grande, tal vez Tormenta pueda subir a él también. ¡Entonces ambos estaremos fuera de este infierno en el que nos ha metido el colgante!

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Capítulo 16

Voy abriéndome camino por una pendiente sembrada de rocas y zarzas, respirando con dificultad. Es como si cabalgara sobre olas de roca, un caparazón prehistórico gigante que sube y baja y vuelve a subir, pero que ahora se inclina indiscutiblemente hacia abajo. En el horizonte puedo ver las olas y la espuma del Atlántico que rompe contra la costa a lo lejos. Si mantengo el ritmo, pronto llegaré a la carretera. Echo un vistazo a mis espaldas. Tormenta me sigue a duras penas, con la cabeza baja; su paso habitualmente seguro duda ahora al pisar las piedras traicioneras. Espero poder sacarla pronto de aquí para que sus heridas cicatricen…

El terreno accidentado da paso a una especie de meseta, como si hubieran cortado una de las estrías del caparazón con un bisturí. Me obligo a subir la cuesta que conduce a ella, con la esperanza de divisar la costa con claridad desde ahí. Me alzo sobre la meseta, pero en lugar de obtener una vista placentera, me encuentro con una avioneta. No, no es el avión de hélices de Saint-Exupéry, que abrió nuevas rutas para la Aeroposta Argentina en la Patagonia a principios de los años

Capítulo 16

30, sino un jet privado. Un hombre con un traje de lino claro y un sombrero panamá me espera junto a ella.

—Me ha hecho esperar, jovencito.

Reconozco su voz. Es el hombre que me contactó en Buenos Aires tras la conferencia del profesor Temudjin. ¡Hannibal! Se me para el corazón en seco. Mis ojos analizan los alrededores para evaluar mis posibilidades de escapar. Diviso la carretera desierta mucho más abajo. Creo que puedo distinguir la forma de un camión que se acerca desde el norte. Si salto desde la meseta y corro como un guanaco, la llama argentina, tal vez logre…

—Ni se le ocurra —interrumpe Hannibal, con voz gélida—. Mi copiloto es un francotirador de élite, y yo tampoco tengo mala puntería —añade, entreabriendo su americana—. Deje el colgante en el suelo y retroceda lentamente.

A través de la ventanilla del avión puedo ver el largo cañón de una pistola que me apunta. Después de este viaje tan largo, tener que entregar el colgante a este monstruo me llena de rabia e impotencia.

Capítulo 16

—Estoy esperando —increpa Hannibal.

Derrotado, me meto la mano en el bolsillo y saco la pieza de metal. Entonces, de repente, Tormenta emerge sobre la meseta. Hannibal, sorprendido, da un paso atrás. Yo tampoco he oído el sonido de sus cascos, amortiguado por el viento. Hannibal se recompone y desenfunda el arma.

—¡Deje el colgante en el suelo inmediatamente o mato al caballo!

Tormenta baja las orejas, enseña los dientes y tensa los músculos, lista para abalanzarse sobre Hannibal. Lanzo el colgante rápidamente al suelo, cerca de Hannibal, y luego corro hacia Tormenta con los brazos extendidos, susurrándole «Quieta, quieta» para tratar de calmarla. Para cuando consigo agarrarla de la crin y rodear su cuello con los brazos, Hannibal ya ha recogido el colgante y tomado asiento en la avioneta. La puerta se cierra y el jet procede a despegar. A pesar del ruido de los motores, puedo oír los pitidos de un claxon frenético que resuenan más abajo. Me acerco al otro lado de la meseta y veo que hay un

Capítulo 16

camión de transporte parado en el arcén de la carretera. Alzo el puño en señal de rabia hacia la avioneta y grito, encolerizado; si el camión hubiera estado allí unos minutos antes, ¡podría haber escapado y alejado el colgante de las garras de Hannibal! Y es entonces cuando oigo un silbido agudo y el sol refleja un objeto metálico en una de las ventanillas de la avioneta. Como un autómata, me doy la vuelta justo a tiempo para ver cómo las patas de Tormenta se doblan y la yegua se derrumba en un charco de sangre, que crece de tamaño por segundos… ¡¡¡Nooooo!!!

* * *

La misma desesperación abruma a los miembros de la red, repartidos alrededor del mundo.

—Profesor Temudjin, Hannibal ya tenía el colgante. ¡No tenía por qué disparar al caballo de Pablo!

—Cuánta crueldad innecesaria… Este hombre tiene un alma terriblemente oscura y retorcida. Si se vuelve omnipotente e inmortal, nada le detendrá. ¿Quién sabe qué planes malvados estará tramando?

Capítulo 16

—¡Y ya tiene al menos tres de los cinco fragmentos de la estrella!

—Es una carrera contrarreloj. Debemos encontrar las dos últimas piezas antes que él.

—¿Tenemos alguna opción?

—Estamos en ello…

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